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jueves, 2 de junio de 2011

anti-vómito

Tenemos esa maldita costumbre de aprender a tolerar las cosas que deberíamos sacar afuera en el primer momento que se nos piensan, casi tan rápido como el instante en que sentimos el amor. Hay veces que las escondemos bajo la lengua o las guardamos en un rinconcito de la última muela derecha. Otras incontables, las masticamos como chicle sin poder deshacernos de ellas, y cansados de hacerlo, las tragamos. Sentimos como esos bichitos nos arañan la garganta al igual que alguien que cae en un pozo y desesperado grita, y al instante, enmudece. Se vencen. Caen. Despacio, lastimando cada parte de nuestro cuerpo. Hacen un recorrido distinto a todos, hacen cosquillas. Con las patitas molestan e incomodan al ombligo. Saltan y corren como pulgas en la oreja de un perro lanudo. Rapidísimo se juntan todos los insectos, y pesados, intentan seguir caminando por nuestras piernas. Pero ya es tarde. El vértigo es asunto menor para ellos. Cuando abrimos los ojos, nos dimos cuenta que ya no hay vuelta atrás. Imposible desafiar la gravedad. Se instalan en nuestros pies y nos hacen creer que están dormidos. Son raíces. Peor que raíces, anclas pesadas y oscuras que a menos que puedas despegarte del suelo, van a quedar ahí, en las uñas de los dedos para siempre.

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